
En marzo de 1994, el desierto de Chihuahua se extendía inmenso bajo la imponente cumbre mexicana, guardando en su vasto silencio un secreto que tardaría trece años en revelarse. Ese día, una pareja caminaba lentamente por un sendero polvoriento, conscientes de que sus primeros pasos ya se estaban trazando en la historia. Etha Morrisop, un egipcio jubilado de 54 años de Phoenix, llevaba semanas planeando el viaje. Quería brindarle a su pareja, Alice Pattersford, profesora de arte de cuarenta y seis años, una experiencia tan inolvidable como las noticias que acababa de compartir con él: tras años de intentos y tratamientos médicos, Alice finalmente estaba embarazada. Para ella, era un milagro con el que siempre había soñado. Para él, era la oportunidad de celebrar la vida en un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido.
Salieron de Tucson temprano en la mañana del 15 de marzo, con el coche lleno de provisiones y muy animados. Su destino era un hotel rústico en una pequeña ciudad, un lugar elegido por su tranquilo encanto, donde se alojaron tres días. A medida que la nieve subía, sus risas llenaban el aire; la alegría de esperar a sus padres se notaba en cada kilómetro. A las 2:30 p. m., Etha llamó a su hermano en Phoenix. Le dijo que estaban a salvo, que el paisaje era impresionante y que estaban deseando llegar pronto al hotel. Fue una llamada sencilla, normal en todos los sentidos, pero se convertiría en el último contacto que tendría con la pareja. Momentos después, el teléfono se cortó, y cuando su hermano intentó devolverle la llamada, no hubo servicio.
Cuando Etha y Alice no se registraron en su hotel, el fuego comenzó a extenderse. Al día siguiente, la policía mexicana fue contactada. Grupos de búsqueda peinaron el desierto, helicópteros recorrieron las áreas desiertas y los investigadores siguieron todas las pistas posibles. Pero el desierto de Chihuahua es un lugar que se traga las huellas y devora las evidencias. Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en polillas. El desierto no devolvió nada. Ni un coche. Ni maletas. Ni huellas. Ni cuerpos. Fue como si la pareja simplemente se hubiera disuelto en la bruma del calor, dejando solo interrogantes. Finalmente, el caso se enfrió, desvaneciéndose en el recuerdo. Quizás, solo fuera otro misterio sin resolver en un libro ya plagado de ellos.
En 2007, trece años después, el destino intervino. Un grupo de turistas que caminaban por el centro de un lugar desconocido se topó con algo tan horroroso que reavivó el caso con una tormenta de especulaciones. Allí, alto y cediendo a la tierra, había un cactus gigante. Atado a él con gruesos cables había un esqueleto con forma de cubo, con las copas retorcidas y rotas, atravesadas por innumerables espinas que con el paso de los años habían crecido hasta convertirse en restos. El polvo del desierto había blanqueado el esqueleto, convirtiéndolo en una grotesca momia. Cerca, medio enterrada, había una blusa de pico, torcida y manchada de sangre seca. La prenda, delicada en su diseño original, parecía grotescamente fuera de lugar en la cruel desolación del desierto. Los investigadores no tardaron mucho en encontrar la pieza. La blusa coincidía con la descripción de la que Alice Pattersford había usado el día que desapareció.
El descubrimiento conmocionó a las autoridades. ¿Quién podría cometer semejante acto, atar un ser humano a un cactus y dejarlo morir en una muerte inimaginable? ¿Fue Etha? ¿Fue Alice? ¿O alguien más? El esqueleto fue finalmente identificado como masculino, coincidiendo con la edad y el perfil de Etha. Esta revelación abrió una pregunta aún más oscura: ¿qué le había sucedido a Alice, quien se encontraba embarazada al momento de su desaparición? Y si Etap hubiera sido asesinada de una manera tan brutal, ¿Alice habría sido sometida a algo aún peor?
Las teorías inundaron la ciudad, cada una más inquietante que la anterior. Algunos hablaban de cárteles de la droga que utilizaban el desierto como su grupo asesino, y de intrusos que se acercaban demasiado. Otros sugerían que era obra de delincuentes que emboscaron a la pareja, robándoles sus pertenencias y abandonándolos a un destino cruel. Otros se preguntaban si el embarazo había provocado los celos de alguien, un secreto oculto del pasado que resurgió de la manera más violenta posible. Los cables que sujetaban a Ethaï a los cactus eran de resistencia industrial, lo que sugiere premeditación y crueldad mucho más allá de un crimen de oportunidad.

Poco después del descubrimiento, los expertos forenses reconstruyeron la poca evidencia que el desierto había preservado. Ethaï había muerto lentamente; su cuerpo fue devastado no solo por la sed y la exposición, sino también por el propio cactus; cada espina era una nueva tormenta. Sus últimos momentos debieron estar llenos de dolor y desesperación, rodeados por nada más que una eterna tristeza y cielo. Pero el mayor misterio persistía: Alice. Nunca se encontró rastro de ella. Ni su cuerpo, ni sus restos, ni siquiera una persona que se encontraba más allá de la blusa manchada de sangre. Algunos creían que había sido raptada, tal vez traficada, tal vez asesinada y escondida donde nadie la encontraría. Otros pensaban que podría haber huido en medio del caos, solo para desplomarse en algún lugar más profundo del desierto, sin que su cuerpo se recuperara.
Para la familia de Ethaël, el descubrimiento trajo consigo una extraña mezcla de consuelo y renovado dolor. Tenían respuestas, pero no las que esperaban. Los familiares de Alice, mientras tanto, quedaron en el limbo, atormentados por la pregunta de si ella había muerto junto a Ethaël o si su destino había sido aún más terrible. Para los investigadores, el caso puso de relieve la brutalidad que a veces acecha bajo la superficie de paisajes apacibles, donde la belleza y el horror coexisten.
El desierto de Chihuahua guardó su secreto durante trece largos años, e incluso después del hallazgo del esqueleto, la verdad completa emergió por completo. Lo que sucedió en ese rastro en marzo de 1994 permanece parcialmente oculto por la luz y el tiempo. ¿Fue un crimen de violencia indiscriminada, un acto de crueldad premeditado o algo más personal? Nadie puede afirmarlo con certeza. Lo que es seguro es que el viaje soñado de una pareja se convirtió en una pesadilla inimaginable y que el propio desierto se convirtió en su testigo final.
La historia de Ethaï y Alice es más que una novela negra; es un recordatorio de la fragilidad de la vida humana frente a la inmensidad de la realidad y la oscuridad de la humanidad. Es una historia de amor y esperanza destrozada en un instante, de un embarazo milagroso convertido en una pérdida indescriptible, de una familia marcada para siempre por una tragedia sin fin. Y es un escalofriante recordatorio de que a veces el desierto no solo esconde secretos, sino que los mantiene vivos, esperando ser redescubiertos cuando menos se espera.
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