Una enfermera quería robarle un anillo caro a un hombre d3ad, pero cuando le tocó la mano, gritó horrorizada.

Una enfermera quiso quitarle un anillo costoso a un hombre fallecido, pero al tocar su piel, gritó de sorpresa.

La enfermera Anna había trabajado en la morgue durante casi tres años. Durante ese tiempo, se adaptó a todo: el olor gélido, la quietud, la silenciosa presencia de los transeúntes. Sin embargo, cuanto más tiempo permanecía, más claro lo tenía: este trabajo nunca le traería riqueza. Su sueldo apenas cubría el alquiler y la comida, mientras que Anna anhelaba algo mejor: un hogar propio, vacaciones en países que solo había elogiado en fotos.

Esos deseos no podrían satisfacerse si seguía viviendo honestamente. Así que Anna tomó una decisión que nadie debería explorar: empezó a robar.

No de colegas, ni del hospital, sino de quienes nunca despertarían. Muchos llegaron a la morgue con objetos costosos: relojes, anillos, cadenas.

A veces, incluso carteras o juegos de llaves de coche. Los familiares rara vez se percataban de la pérdida: estaban devastados por el dolor. Y aunque recordaran detalles, nadie en la morgue podía dar respuestas exactas.

Para Anna, esto se convirtió en un “ingreso fácil”.

Un día, un hombre de unos treinta y cinco años fue llevado a la morgue. Causa de muerte: paro cardíaco repentino. Aún joven, y obviamente adinerado: su atuendo era elegante y cuidadosamente seleccionado. Lo que más deleitó a Anna fue el anillo de oro que llevaba en el dedo. Pesado, ornamentado, con un brillo tenue; claramente, no era una joya común.

“Debe valer mucho…” pensó.

Decidió esperar el momento oportuno. Por la noche, después de que el médico se marchara y el camillero se llevara una camilla, Anna se quedó sola con él. Comprendió que las cámaras habían fallado hacía tiempo: los cables estaban rotos y nunca los habían reparado.

Acercándose, se inclinó hacia el hombre. Su expresión parecía apacible, como la de alguien descansando. Pero Anna había visto cientos de “durmientes” así; para ella, él era un objeto, no un ser humano. Extendió la mano e intentó deslizar con cuidado el anillo.

Pero cuando sus dedos rozaron el anillo, su propio corazón casi se detuvo.

La mano del hombre estaba cálida.

Retrocedió, palideciendo. Se quedó paralizada, sin poder creerlo. Sus pensamientos corrían: «Imposible… los cadáveres no son cálidos. Debo estar equivocada. Son solo nervios…».

Pero la inquietud se hizo más fuerte. Temblando, volvió a tocarle la muñeca.

Pulso. Débil, tenue, pero indudablemente presente.

Anna se tambaleó hacia atrás, tapándose la boca para ahogar un grito. Su mente daba vueltas: el hombre estaba vivo.

Si ella no hubiera cogido el anillo, lo habrían confundido con D3ad y mañana el bisturí habría abierto su cuerpo.

Cada segundo se hacía insoportable. Anna sabía que su instinto ladrón acababa de salvar una vida. Corrió en busca de ayuda y llamó al médico.

Más tarde se reveló que el hombre había sufrido un raro ataque de letargo profundo. Su ritmo cardíaco se redujo casi por completo y su respiración casi desapareció, por lo que incluso médicos expertos dieron por muerto.

Sin embargo, gracias a Anna, gracias a su impulso ilegal pero fatídico, el hombre sobrevivió.

Y sólo ella sabía la extraña verdad: su salvación no nació de la virtud, sino de la codicia.

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