Desesperada, oculté una relación con el albañil vecino, pero después de un mes sucedió algo inesperado.

Mi nombre es Isabel y tengo 38 años, la edad que muchos llaman “la segunda juventud”.

Hace diez años, mi esposo, Alejandro, sufrió un accidente automovilístico que lo dejó paralizado de un lado de su cuerpo.

De ser un hombre fuerte, el pilar de nuestra familia, pasó a ser una sombra silenciosa en su silla de ruedas, pasando sus días mirando por la ventana con la mirada perdida.

Lo amo, de verdad lo amo, pero diez años de cuidar a un marido que no puede responderme ni física ni emocionalmente me desgastaron.

No era sólo una cuestión física sino también espiritual.

Los deseos y anhelos de una mujer en esta etapa de su vida ardían dentro de mí como una llama que nunca se apaga.

Mi casa está en un pequeño callejón, y justo enfrente vive Martín, un albañil de unos 30 años, fuerte, de rostro anguloso y sonrisa siempre presente.

Cada vez que lo veía pasar cargando sacos de cemento, mi corazón latía más rápido.

Sabía que no debía, pero el sentimiento de vacío y falta de afecto era más fuerte que mi razón.

Un día, cuando Martín vino a reparar la cerca de mi casa, entre charlas y miradas, ocurrió lo inevitable.

Se lo oculté a Alejandro, incluso a mi conciencia, y comencé a ver a Martín a escondidas.

En cuestión de un mes, me sentí como si volviera a vivir, como si me redescubriera después de años de estar enterrado en la rutina.

Pero un día, sucedió algo que nunca imaginé.

Esa mañana estaba cocinando cuando escuché a Alejandro llamándome desde el dormitorio.

Su voz era débil, pero contenía una determinación inusual.

Fui rápidamente y lo encontré sentado en su silla de ruedas, sosteniendo un pequeño cuaderno, lleno de escritura torcida pero clara.

—Isabel, lo sé todo —dijo mirándome fijamente.

Sentí que mi corazón se detenía.

Pensé que se refería a mi relación con Martín y me preparé para su enfado, o al menos su decepción.

Pero no fue así. Alejandro me entregó el cuaderno.

—No he podido hacer mucho por ti estos últimos diez años. Sé que has sufrido, que te has sacrificado mucho. No te culpo, aunque sé lo que pasó entre tú y Martín —dijo con voz tranquila.

Me quedé sin palabras, a punto de llorar. Alejandro continuó:
«Escribí un libro. Aquí está nuestra historia, desde que nos conocimos hasta ahora. Lo escribí con la mano izquierda, noche tras noche, mientras dormías. Se lo envié a una editorial y accedió a publicarlo. Las regalías serán para ti. Si quieres irte, no te lo impediré. Pero si decides quedarte, seguiré amándote como el primer día».

Abracé el cuaderno y pasé sus páginas.

En cada línea temblorosa estaba nuestra historia, el amor que pensé que ya no existía.

Me di cuenta de que él siempre había estado allí, observándome, comprendiéndome y eligiendo permanecer en silencio para protegerme.

Lloré, no de vergüenza, sino porque me di cuenta de que había subestimado su amor… y el mío.

Esa misma tarde terminé mi relación con Martín.

Él no dijo nada; sólo asintió en silencio.

Creo que él entendió que nuestra relación había sido un impulso y no amor verdadero.

Regresé con Alejandro sin grandes promesas, simplemente tomándole la mano. El libro se publicó y vendió lo suficiente para ayudarnos con los gastos y pagarle tratamientos adicionales.

Pero lo más importante es que me salvó, me sacó de mi error y me devolvió el sentido del amor verdadero.

La vida no siempre es fácil, pero he aprendido que a veces las cosas más inesperadas son la luz que te guía en los días más oscuros.

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