Mi marido me obligó a firmar el divorcio en la cama del hospital, pero no imaginaba quién iba a ser realmente la abandonada…

La habitación del séptimo piso de un hospital privado estaba extrañamente silenciosa. El monitor cardíaco sonaba constantemente, y una luz blanca iluminaba el rostro pálido de Sofía, la mujer que acababa de ser operada de un tumor de tiroides. En cuanto salió de la anestesia, Sofía vio el rostro de su esposo, Juan, de pie a los pies de la cama, con un fajo de papeles en la mano. “¿Ya te despertaste?”. Bien, firme aquí. Su voz era fría, sin rastro de compasión.

Sofía, atónita, preguntó: “¿Qué…? ¿Qué papeles son?”. Juan empujó los papeles secamente: “Divorcio. Ya lo he escrito. Solo tienes que firmar y listo”. Sofía estaba paralizada. Sus labios se movían, aún le dolía la garganta por la cirugía, no podía articular palabra. Sus ojos se llenaron de dolor e incomprensión.

¿Bromeas? “No bromeo. Ya te lo dije, no quiero vivir con una mujer débil y enferma todo el año. Estoy harto de cargar con todo solo. Tú también deberías dejarme vivir según mis verdaderos sentimientos”. Juan lo dijo con calma, como si hablara de cambiar de teléfono y no abandonar a la esposa con la que había compartido casi 10 años de su vida.

Sofía sonrió con amargura, con lágrimas rodando por las comisuras de sus ojos. —¿Entonces… esperaste el momento en que no pudiera caminar, en que no pudiera reaccionar… para obligarme a firmar? Juan guardó silencio unos segundos y luego asintió: —No me culpes. Esto tenía que pasar tarde o temprano. Tengo a otra persona. Ya no quiere vivir en las sombras. Sofía frunció los labios. El dolor en su garganta no se comparaba con el dolor que gritaba en su corazón.

Pero no gritó, no lloró a gritos, solo preguntó en voz baja: “¿Dónde está el bolígrafo?”. Juan se sorprendió. “¿De verdad vas a firmar?”. “¿No lo dijiste tú mismo?”. Tarde o temprano, tenía que pasar. Le puso el bolígrafo en la mano. La mano temblorosa de Sofía lo tomó, y ella firmó lentamente con su nombre. —Listo. Espero que estés contento. —Gracias. Te enviaré la parte acordada de la propiedad. Adiós.

Juan se dio la vuelta y se fue. La puerta se cerró tras él, suave y misteriosamente. Pero menos de tres minutos después, se abrió de nuevo. Un hombre entró. Era el Dr. Arturo, el mejor amigo de Sofía de la universidad, y también quien la había operado. Llevaba un expediente médico y un ramo de rosas blancas en la mano. “¿Me dijeron que Juan estaba aquí?” Sofía asintió, sonriendo levemente: “Sí, vino a divorciarse. —¿Estás bien? —Mejor que nunca.”

Arturo se sentó a su lado, colocó las flores sobre la mesa y luego, en silencio, le entregó un sobre. “Este es el borrador de los papeles del divorcio que me envió tu abogado. Me dijiste la semana pasada que si John te presentaba los papeles, también te diera esto para que lo firmaras. Sofía lo abrió y lo firmó sin dudarlo. Se giró para mirar a Arturo, con los ojos más brillantes que nunca: “De ahora en adelante, no viviré para nadie más”. No necesito fingir ser una esposa “suficientemente buena”, ni fingir que estoy bien cuando me siento mal. “Estoy aquí”. No para reemplazar a nadie, sino para caminar a tu lado si me necesitas.

Sofía asintió suavemente. Una lágrima rodó por su mejilla, pero no era de dolor. Era un alivio. Una semana después, Juan recibió un paquete por mensajería. Eran los papeles del divorcio con la firma completa. Venía con una pequeña nota escrita a mano: «Gracias por elegir irte, para no tener que aferrarme más a alguien a quien ya había dejado ir. La persona abandonada no soy yo. Eres tú, quien perdió para siempre a quien lo amaba con todo su ser». En ese momento, Juan comprendió: la persona que creía tener el control, al final fue la que fue abandonada sin piedad.

Hãy bình luận đầu tiên

Để lại một phản hồi

Thư điện tử của bạn sẽ không được hiện thị công khai.


*