Me molestó que mi abuelo solo me dejara un viejo colmenar hasta que miré dentro de las colmenas

Cuando falleció mi abuelo, fue un golpe muy duro para mí. Era la única persona con la que siempre podía contar: el que me contaba cuentos antes de dormir, me daba dulces cuando mamá no veía y me daba los mejores consejos cuando la vida se ponía difícil. Así que, cuando llegó el día de leer su testamento, me presenté desconsolada pero esperanzada, creyendo que me habría dejado algo para recordarlo.

Sólo con fines ilustrativos.

El abogado empezó a leer, y yo permanecí en silencio mientras mis hermanos —cada uno de ellos— recibían enormes cantidades de dinero. Hablamos de millones. Se quedaron sin aliento, lloraron, se abrazaron. Y luego… nada. Mi nombre no salió.

Me quedé allí paralizada. Confundida. Avergonzada. Se me encogió el corazón. ¿Me habría olvidado? ¿Habré hecho algo mal?

El abogado levantó la vista y dijo: «Tu abuelo te amaba más que a nadie». Luego me entregó un pequeño sobre.

“¿Eso es todo?” Parpadeé para contener las lágrimas mientras sostenía el sobre en mis manos temblorosas.

La abrí, y dentro… había una carta. No del abogado. Ni del administrador de la finca. Del abuelo.

Con su caligrafía familiar, escribió: «Cariño, te dejé algo más importante que el dinero. Cuida mi viejo colmenar, ese pequeño y destartalado que está detrás del bosque. Cuando lo hagas, entenderás por qué te lo dejé».

Sólo con fines ilustrativos.

Me quedé mirando la carta, atónita. ¿El colmenar? ¿Ese colmenar destartalado donde solía pasar horas? ¿Por qué me dejaría eso?

Pasaron los días. Era una mañana normal. La tía Daphne miró por encima de sus gafas el desorden en mi cama. “Robyn, ¿ya hiciste la maleta?”

“Le estoy enviando un mensaje a Chloe”, gemí, escondiendo mi teléfono.

¡Ya casi es la hora del autobús! ¡Prepárate! —dijo la tía Daphne, metiendo libros en mi mochila.

Vi la hora. 7:58 AM. “Uf, bien”, suspiré, levantándome de la cama.

Me ofreció una camisa, planchada y lista. «Esto no es lo que tu abuelo esperaba para ti, ¿sabes? Creía que serías fuerte e independiente. ¿Y esas colmenas que dejó? No se van a cuidar solas».

Sólo con fines ilustrativos.

Recordé los tiempos con el abuelo, la miel, las abejas. Pero ahora, mi mente estaba en el próximo baile de la escuela y en mi amor platónico, Scott.

—Los revisaré, quizás mañana —dije mientras me arreglaba el cabello.

—El mañana nunca llega para ti. El abuelo creyó en ti, Robyn. Quería que cuidaras del colmenar —insistió.

—Mira, tía Daphne —dije con brusquedad—. ¡Tengo cosas mejores que hacer que cuidar las abejas del abuelo!

Vi cómo la tía Daphne se desmoronaba y se le llenaban los ojos de lágrimas. Pero el autobús escolar tocó la bocina en ese momento y salí corriendo, ignorando su expresión triste.

En el autobús, mis pensamientos estaban centrados en Scott, no en el colmenar que heredé del abuelo Archie. “¿Quién quiere un colmenar?”, pensé, molesto por la responsabilidad.

Pero al día siguiente, la tía Daphne volvió a sacar el tema. Me regañó por descuidar las tareas del hogar y pasar tanto tiempo en el teléfono.

“¡Estás castigada, señorita!” declaró de repente, y fue entonces cuando finalmente levanté la vista de mi teléfono.

—¿Castigado? ¿Por qué? —protesté.

“Por eludir la responsabilidad”, respondió ella, mencionando el colmenar abandonado.

—¿El colmenar? ¿Esa granja de abejas inútil? —Me burlé.

Sólo con fines ilustrativos.

—Se trata de responsabilidad, Robyn. Es lo que el abuelo quería para ti —dijo la tía Daphne con la voz tensa por la emoción.

—Mira, tía Daphne —protesté—, ¡tengo miedo de que me piquen!

“Llevarás equipo de protección”, respondió. “Un poco de miedo es normal, pero no puedes dejar que te detenga”.

A regañadientes, me dirigí al colmenar. Al acercarme a la colmena, sentía miedo y curiosidad. Me puse unos guantes gruesos, abrí la colmena y comencé a cosechar miel con el corazón latiendo con fuerza.

De repente, una abeja me picó el guante. Casi me doy por vencido, pero una oleada de determinación me invadió. Tenía que terminar esto. Tenía que demostrarle a la tía Daphne que no era el chico de 14 años imprudente e irresponsable que ella creía que era.

Mientras cosechaba miel, descubrí una bolsa de plástico desgastada dentro de la colmena que contenía un mapa descolorido con marcas extrañas. Parecía un mapa del tesoro dejado por el abuelo Archie.

Emocionado, me guardé el mapa en el bolsillo y pedaleé a casa. Dejé el tarro de miel medio lleno en la encimera de la cocina, me escabullí y seguí el mapa hacia el bosque.

Navegando por el bosque familiar, recordé las historias del abuelo y me reí de sus encuentros.

Sólo con fines ilustrativos.

Al entrar en un claro que parecía sacado de las historias del abuelo, no pude evitar un escalofrío. Este era el mismo lugar donde hablaba del legendario Caminante Blanco del bosque, despertando mi imaginación de niño.

Y allí estaba, igual que en sus cuentos: la vieja casa del guardabosques, con aspecto olvidado por el tiempo, con la pintura descascarillada y el porche desmoronado. «El abuelo nos sentaba aquí, a comer sándwiches y pastel después de recoger miel, y nos contaba sus increíbles historias», pensé, con una nostalgia agridulce que me invadía.

Al tocar el viejo árbol enano cerca del porche, casi podía oír la advertencia juguetona del abuelo: «Cuidado, niño. No molestemos a los gnomitos gruñones», como si estuviéramos en esas tardes despreocupadas.

Encontré la vieja llave escondida y abrí la cabaña, adentrándome en un mundo olvidado por el tiempo. El aire estaba cargado de un olor a humedad, y motas de polvo brillaban bajo los rayos de sol.

Allí, sobre una mesa polvorienta, me llamó la atención una caja de metal bellamente tallada. Dentro había una nota del abuelo, solo para mí:

Para mi querida Robyn, dentro de esta caja hay un tesoro especial para ti, pero no lo abrirás hasta el verdadero final de tu viaje. Lo sabrás cuando llegue el momento. Con todo mi cariño, abuelo.

Me moría de ganas de ver qué había dentro, pero la última instrucción del abuelo resonó en mi cabeza: “Sólo al final de tu viaje”.

No podía simplemente ignorar su último deseo.

Continué mi viaje a través del bosque, pero después de un rato me sentí perdido.

«Este mapa no sirve», me di cuenta, sin encontrar la salida del bosque. No supe cuándo empecé a llorar.

Pero entonces recordé algo importante. «El abuelo siempre decía que mantuviera la calma», me dije. «No puedo rendirme».

Sólo con fines ilustrativos.

Entonces, oí un sonido como el de una rama pequeña que se rompía a lo lejos, y me hizo recordar historias de miedo de mi infancia. «Quizás la tía Daphne tenía razón al advertirme», pensé, mirando el inmenso bosque a mi alrededor. Pero recordar el consejo del abuelo me dio el valor suficiente para seguir adelante, guiándome a través de la naturaleza envolvente.

Respiré hondo, nervioso, e intenté pensar con claridad. Volver parecía buena idea, pero sería difícil ver con claridad en el bosque cuando oscureciera. Había un puente, ese del que siempre hablaba el abuelo… que podría ayudar, pensé.

Secándome una lágrima, acomodé mi mochila. «Está bien, Robyn», me susurré. «Vamos a buscar ese puente».

Pero esa confianza no duró mucho. El sol se ponía, haciendo que el bosque se viera amenazador. Agotada, me desplomé bajo un árbol, añorando la acogedora cocina de la tía Daphne.

Mi mochila no me ofrecía ningún consuelo, solo recordatorios de mi falta de preparación. Buscando comida desesperadamente, no encontré nada más que migas de galletas rancias. «Concéntrate, Robyn. Encuentra el puente. Busca agua», me animé, ignorando el hambre.

Entonces, recordando de nuevo el consejo del abuelo, usé hojas curativas para mis heridas y seguí adelante, impulsado por el sonido del agua corriendo. Pero el río no era el apacible arroyo que recordaba; era un torrente peligroso y veloz.

Sólo con fines ilustrativos.

Ignorando el sendero traicionero, bajé a gatas por la orilla rocosa, impulsado por una sed desesperada. Al llegar a la orilla, me arrodillé, ahuecando las manos para recoger el líquido fresco. Tenía un ligero sabor metálico, pero en ese momento era un néctar vivificante.

Al ascender, la precaria base me traicionó. Resbalando, caí en la corriente helada, gritando pidiendo ayuda. Mi mochila me arrastró hacia abajo. «Abuelo», susurré con impotencia. Al pensar en él, una brizna de claridad atravesó el pánico. Él no habría querido que me rindiera. Me había enseñado a luchar, a ser valiente.

Decidí deshacerme de la mochila, pero conservé la caja metálica del abuelo. Luchando contra la corriente, caminé con dificultad hacia la orilla, sin rendirme.

Mis dedos rozaron un tronco sólido, un salvavidas en el caos revuelto. Me aferré a él con todas mis fuerzas, mientras la corriente me arrastraba como un muñeco de trapo. Luego, con un último empujón, me depositó, resoplando y magullado, en la orilla fangosa.

Me quité la ropa empapada y la colgué en un árbol para que se secara. Entonces, mi vista se posó en una caja de metal que podría ayudarme a encontrar el camino de regreso.

Mi abuelo me había dicho que esperara hasta el final del viaje para abrirlo, pero ya no podía esperar más. Dentro no encontré ningún tesoro, solo un tarro de miel y una foto de nosotros juntos. Entonces lo comprendí: este viaje y el verdadero tesoro se basaban en el valor del trabajo duro, como siempre decía mi abuelo.

Sólo con fines ilustrativos.

Se me saltaron las lágrimas al pensar en cómo había ignorado toda la sabiduría que mi abuelo me había compartido. Había estado buscando aventuras, olvidando las cosas importantes que había intentado enseñarme.

Limpiándome la nariz, me dije que era hora de ponerme en marcha, para enorgullecer al abuelo. Empecé a construir un refugio con ramas y hojas bajo un gran roble. Fue difícil, pero suficiente para pasar la noche.

A la mañana siguiente, el sol brillante me despertó. Avancé por el bosque, aferrándome a esa caja de metal como a un salvavidas, pensando en el abuelo.

Recordar las veces que fuimos a pescar juntos me animó un poco. “Despacio y con calma”, casi podía oírlo decir. Incluso empecé a tararear una de sus canciones favoritas, sintiendo que estaba ahí conmigo.

Cuando vi un puente a lo lejos, la esperanza brotó en mí. Con las lecciones del abuelo en mi corazón, no estaba solo. Pero entonces, el bosque se convirtió en un laberinto confuso y empecé a entrar en pánico. Justo cuando pensé que no podía más, tropecé con un claro y me desplomé, totalmente exhausto.

Fue entonces cuando un perro me encontró y oí un coro de voces apagadas: “¡Ahí está!”.

Sólo con fines ilustrativos.

Al despertar en una cama de hospital, vi a la tía Daphne a mi lado. “Lo siento”, logré decir, abrumada por el arrepentimiento. “Lo siento mucho, tía Daphne”.

—Calla, cariño. Ya estás a salvo —dijo en voz baja.

—Metí la pata —grité—. ¡El abuelo tenía razón en todo!

La tía Daphne me tomó la mano y sonrió. «Siempre te quiso, cariño. Incluso cuando estabas enojada con él, incluso cuando no entendías por qué. ¿Recuerdas lo molesta que estabas por no haber recibido ese reloj inteligente apenas unas semanas antes de que falleciera?»

Nunca lo aprecié ni aprecié nada de lo que hizo por mí. Siempre estuvo ahí para mí. Mi abuelo fue mi mamá y mi papá después de su muerte. Pero yo…

Él sabía que cambiarías de opinión, cariño. Siempre creyó en ti, incluso cuando tú no creías en ti misma.

En ese momento, metió la mano en una bolsa junto a su silla y sacó una caja de colores brillantes. Me quedé sin aliento al reconocer el familiar papel de regalo azul: el mismo que el abuelo siempre usaba para los regalos.

Sólo con fines ilustrativos.

—Esto es para ti —dijo la tía Daphne con dulzura, poniéndome la caja en el regazo. La Xbox que quería.

“El abuelo quería que tuvieras esto”, continuó la tía Daphne. “Dijo que cuando aprendieras el valor del trabajo duro y comprendieras la importancia de la paciencia y la perseverancia, sería tuyo”.

—Me portaré bien, tía Daphne —prometí—. Ya no necesito esto. He aprendido la lección.

La sonrisa de la tía Daphne, esta vez más radiante y llena de genuina alegría, fue todo el consuelo que necesitaba. Me acerqué a la cama y saqué el pequeño tarrito de miel.

“¿Quieres un poco de miel, tía Daphne?”, pregunté, ofreciéndole el frasco pegajoso.

Tomó el frasco, metió un dedo y probó la miel. “Es dulce”, dijo con voz suave. “Igual que tú, Robyn. ¡Igual que tú!”

Los años han volado desde entonces. Ahora, a los 28 años, a mil kilómetros de aquella adolescente gruñona y de una apicultora con dos pequeños terrores (¡que, por suerte, adoran la miel!), he aprendido un par de cosas sobre la responsabilidad.

¡Gracias, abuelo! ¡Gracias por todo lo que me enseñaste! Susurro cada vez que veo la felicidad en las caras de mis hijos cuando disfrutan de la miel.

Esa deliciosa miel es un recordatorio del hermoso vínculo que compartíamos mi abuelo y yo.

Sólo con fines ilustrativos.

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Esta pieza está inspirada en historias de la vida cotidiana de nuestros lectores y escrita por un escritor profesional. Cualquier parecido con nombres o lugares reales es pura coincidencia. Todas las imágenes son solo para fines ilustrativos.

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